Carlos, al cielo por autovía
❤️✝️ A Carlos Rodríguez y su maravillosa familia, in memoriam
Zamora arranca este enero 2025 muchísimo más pobre en capital humano, latidos, memoria, vida. Esa vida interior que nos hace más humanos, más ricos.
En la noche del 7 de enero, cuando los Reyes Magos emprendían el camino de regreso al lejano Oriente, se nos ha ido Carlos Rodríguez, empresario zamorano y fundador del grupo Inzamac, a quien tanto hemos querido, que tanto nos ha querido. Un rey mago de carne y hueso que consiguió para Zamora y sus gentes lo mejor, trabajo y progreso, y que ha desparramado amor entre todos los que lo hemos disfrutado.

Se nos iba como ha vivido: en su Zamora del alma, acompañado por su eterno amor, eterna compañera de vida, Michele (Miju), la hermosa mujer pelirroja eternamente sonriente; rodeado de sus hijos, Hugo, Diego, Iván, mi Berenice, y Miguel -el eterno superviviente de las putadas que le hacían los mayores cuando asomó al mundo casi como un juguete para todos-; arropado por todos los suyos, esa gran familia venida del amor –Ángela, Lola, Dochi, Sonia– y el tesoro de sus nietos, aquellos niños que llegaban al mundo y son ya hombres y mujeres que recuerdan que mi tiempo de la juventud ya se conjuga en pasado, pero tan bonito, tan pleno y rabioso de alegría.

Esa otra familia que elegimos por el camino que nos habla de la amistad, abrazos, lágrimas, brindis, tanto camino; del valor, la generosidad, los buenos y malos tiempos; la salud y la enfermedad, tantas cosas vividas, compartidas, que guardo en el cofre de los tesoros, de lo bonito, lo que nunca muere.
Ingeniero de Obras públicas por la Universidad de Madrid y arquitecto técnico por la Universidad de Burgos, Carlos Rodríguez puso en pie Inzamac, una de las grandes empresas zamoranas, generando empleo y riqueza y siempre barriendo para esta Zamora por la que se dejó la piel tanto como empresario como concejal popular en el Ayuntamiento de Zamora. Íntegro, honesto, incansable

Grandón como era, los Mercurio y Vulcano, los «nóbeles zamoranos» a empresas y empresarios se le quedaban pequeños. El premio, sin duda, era él. Esposo, padre, amigo, abuelazo, zamorano de bien. Porque esta tierra le movía, le dolía, lo mataba y lo mantenía vivo a la vez. Esta Zamora, que tanto nos quita y tanto nos da.

Escribo frente a un café de desayuno muy cerquita de la iglesia de San Torcuato. Es jueves. Faltan apenas unos minutos para el funeral, la despedida en la tierra, y mi cabeza repasa los años felices de infancia, la amistad heredada de padres a hijos, nuestra vida en Sanabria verano tras verano, la montaña, las noches de luna llena, ese cariño que se forja desde que nacemos y nunca se rompe. Mi corazón late en el agua.

La piedra del embarcadero, los arroces y las comidas en el porche de Julián y Lola con los Chacones y los Núñez (los «Cusinos»), el perfume de la leña en las parrillas, los dados del parchís en los cubiletes de las sobremesas, el olor a bizcocho recién hecho, aquellas rutas de buceo que nos hacía Bernardo hasta el tenebroso árbol sumergido desde la rotura de la presa que arrasó mi Ribadelago bonito. Sería imposible desligar lo que siempre creció entrelazado. Los días de Victorias y toros de fuego, las empinadas cuestas de La Puebla, los baños en cueros de madrugada con luna llena.

Y la paz y el retiro de Robleda, el refugio, el remanso; y aquel meneo al corazón que salvó Michele conduciendo a toda prisa de Puebla a Zamora en camisola, bañador y chancletas para llegar a tiempo. Qué pedazo de tía, Carlos! Qué mujer, qué fortaleza, qué valiente en su frágil apariencia. Michel, la dulzura conjugada con acento francés.

Aquellas noches de queimada, mis primeras salidas nocturnas; y el viejo Citroen 2CV empotrado en una cuneta; las patatas en las brasas al caer la tarde, las verbenas del Carmen, Santiago y Santa Ana; la risa sonora y socarrona, el humor inteligente, esa coña de Carlos, ese chorro de voz grave que sonaba como si se fuera a abrir la tierra bajo sus pies. Juro que la tierra vibraba.8
Las meriendas en La Chopera cuando apenas era un humilde merendero, aquellas tortillas de Erundina que sabían a gloria; las noches de sidra y cabrales donde Quique; los amores primeros de Hugo y Diego, dos auténticos julays devenidos en responsables cuando la cordura se impone; las tablas de surf, el óptimis de Marco, el velero de José Luis, la barca de Julián surcando el lago al amanecer a la búsqueda de la trucha asalmomada con gran plomada, hacia el fondo. La venida al mundo de Dieguete y Paula, la locura, la ternura desde el vientre de Lola. Mi Loleta, mi silenciosa y prudente compañera de juegos, callada, buena como el pan.

Y aquellos pequeños preciosos demonios rubios, «los Nicos», tan bonitos, tan trastos, que nos tomaban el relevo junto agua, crecían y nos repoblaban. Ya no somos los niños, los jóvenes de entonces. Aquel verano en que Berenice y Álvaro se enamoraron con premeditación y alevosía; una boda mágica con gaitas de fole y panderetas en La Alcobilla, bajo a los castaños milenarios, mágicos de romerías, pulpeiras y montaditos de panceta y sangría. Ese ir y venir «casual» de la playa del Lago a los Enanos, el territorio comanche de los Enríquez, los Prieto, los Fombellida, los Benito y demás «cigarreros» de la costa de enfrente.
Tanta gente querida, las Zaragozá, los Arecios, aquel ramo de flores que puse a secar boca abajo, la alegría de la celebración, de las cosas pequeñas, cotidianas. Sólo querernos, nada más.
Esa otra familia que no da la sangre pero sí las aguas del Lago, las montañas cárdenas y plomizas, sus atardeceres rojos y naranjas, el aperitivo en el chiringo de la Playa, la piedra, la pizarra. Bernardo fue el primero en irse nadando a mariposa lo invisible. Y ahora son ya muchos los que nos esperan allí, en ese otro Lago infinito donde huele a Nivea, a toallas empapadas y ristras de bañadores en los tendales. Lola, Julián, Elvirita, Mariela, Fernando. Ahí, donde están ellos; ahí es. Donde no hay dolor ni enfermedades ni sustos ni operaciones ni mandangas que nos hagan encontrar en los hospitales, que nos disparen el corazón.

Con qué orgullo contemplabas cada pasito de Bere, nuestra luchadora Bere, en su vida nueva después de su vida de antes; ese ojito derecho de siempre que nunca pudiste disimular, que conocía tu alma, que se adelantaba a tu pensamiento. Siempre tu niña.
Ahora, mientras apago el teléfono para irme a misa y despedirte aquí abajo, Marco -más de medio siglo de amistad- me espera en la puerta y busco la foto que traigo aquí. Michel y Carlos paseando juntos, siempre juntos, por nuestra amada Sanabria, entre robles y helechos, haciendo camino al andar. Siempre de la mano; a pie o en la «motosierra» de estos últimos meses que le devolvió a Carlos la calle, la sonrisa, la palabra, el contacto con la gente, el pulso de esta ciudad que tan bien conocía.

Mayúsculas GRACIAS, Carlos, por tanto, por todo el poso bueno que nos has dejado; por ser parte de esa otra familia que late por mis venas aún sin sangre. Arriba te esperan, las estrellas de Sanabria te han hecho hueco en sus noches de verano cerca de la Cárdena y la Cabrera. Enciende la dulce sonrisa de Michel, sonríe con cada paso de Bere dejando huella. Ellas aún no lo saben, no lo sienten, pero todo lo impulsas.
Tira directo por autovía hacia el cielo. Vuela. Ya eres nuestra Luz.

(Mi amor infinito a la familia Rodríguez Bollón, que es parte de mi vida)
(La mayoría de las fotos son mangadas sin permiso del FB de Berenice y otras son mías)
No tengo palabras es tanto el agradecimiento que siento por esta preciosa despedida a mi adorado padre que con lágrimas en los ojos solo puedo decirte te quiero Ana