Zamora no duerme
La madrugada del Viernes Santo me sorprende hilvanando palabras en una pantalla en blanco. No puedo dormir. Nadie duerme esta noche en Zamora. Es su noche más larga, su madrugada mágica, la de los cargadores y las cruces, la del Merlú y las sopas y los pasos y las garrapiñadas.
Nadie diría que el silencio de la ciudad esconde tanta vida detrás de cada casa, tanta vigilia esperando a que den las cinco. Los muertos ya regresan a la ciudad por el aire y las almas de los vivos escapan de sus confinamientos hacia la iglesia de San Juan esperando que el Merlú los convoque a la procesión. Cierro los ojos, aprieto los puños, quiero adivinarlo en el viento.
Nadie diría que miles de corazones pueblan estas calles vacías, apretados; que Zamora espera en pie al Nazareno y a su Madre, la Virgen de la Soledad, en cuyas manos caben todos los besos, todos los deseos, todas las oraciones del mundo. Que tras las puertas del Museo los pasos cobran vida, las Marías cumplen años, el Nazareno bendice con su mano extendida, la Verónica consuela con su pañuelo al mundo, la Cruz se eleva y Cristo agoniza porque también conoce el dolor de los hombres. Este dolor. Tanta muerte.
Esta noche sí. Esta noche siento que a Zamora le han robado un pedazo de alma, que este maldito virus ha paralizado el mundo, que mi corazón se desboca como aquella otra noche esperando las cinco de la madrugada, el reloj de San Juan, la primera marcha de Thalberg para poner en marcha una procesión hacia el Calvario.
Ocurría hace tres años, cuando mis pies no tocaban el suelo en la madrugada del Viernes Santo, sino que levitaban, y Zamora aparecía amanecida y se asomaba a las ventanas más hermosa que nunca, con Violeta y José Ignacio a mi lado, y Toño bajo Las Marías y David en La Caída. Amigos, hermanos, no sabéis cuánto, cómo estoy con vosotros en esta noche! Y Miguel al frente de su banda, la que rompe el cielo a las cinco en punto, Toño tirando de la procesión (qué buena estirpe nos dejó Balú!) y Carlitos, Mayo, Ruli, Sebi, Patxi, Nines, Sonia, Ernesto, Teresa y todos los compañeros de directiva que me regalaron, sin saberlo, uno de los días más bonitos de mi vida, más intensos. El más hermoso Viernes Santo. Unos continúan, otros no. Pero siempre estaréis conmigo, en mí. Siempre, pase lo que pase.
Con qué orgullo, con cuánto amor me quemaba aquella medalla de plata sobre el pecho mientras vivía como un sueño la mañana. Cómo siento ahora esa llamada de la tierra, la fuerza de esta madrugada que es mucho más que eso. La mañana es la mañana.
También tú, Ángel, que hoy nos despertarás desde ahí arriba, que hoy nos llamarás a la procesión más allá de la vida, en alguna de las estrellas, entre tantas como se dibujan y se multiplican en estos días terribles en el cielo. Cuídanos, que falta nos hace. Dile a tus chicos del Merlú que no dejen hoy de llamarnos por toda la ciudad. Ya están a punto de tocar el primero.
Escribo mientras mi corazón se pone la túnica de laval, porque el corazón no entiende de sexos, porque es mi túnica desde niña, y se echa la cruz a los hombros, el cíngulo de esparto a la cintura y corre apresurado hacia la Plaza, ahora que el mundo se detiene. Hay una riada de espíritus en danza pululando por la ciudad, abrazándose, esperándonos apostados a la puerta de la iglesia, junto a un Merlú en bronce que nos alienta a levantarnos eternamente, a permanecer en pie ante la vida. También ante esta vida que parece irreal.
Y en este silencio hiriente de la noche reconozco miles de pasos, la Zamora viva, la que se quiere, la que siente, la que ama, que ya se está echando a la calle con los cerrojos echados y los corazones abiertos de par en par. Hoy Zamora no duerme.
Nunca estuvimos tan contigo; nunca te sentimos tan dentro y descarnada, dulce Soledad.