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Nuestro Jesús, hermanos

Las túnicas planchadas, las fajas en la cintura, la medalla sobre el pecho, la alegría en el corazón. A estas horas ya hubiésemos tomado la aceitada de rigor y el buchito de aguardiente antes de entrar en el paso y estaríamos con ese cosquilleo en el estómago, esa sensación que pinta de un color distinto la tarde del Sábado de Pasión, la luz del atrio, el último tallaje.

Unos, ya apostados en su sitio, junto al Jesús. Nuestro Jesús. Otros, apurando el último cigarrillo antes de entrar en la Catedral y que se haga el silencio con las filas ya ordenadas mientras el coro calienta voces y el cuarteto templa las boquillas. Antes de abrir las puertas, dejar que entre la luz de abril y escuchar que las esquilas del Barandales salen a la calle anunciando la procesión y se aleja el cuarteto y luego el coro. Estamos fuera.

Ese cosquilleo. Esa sensación que conoce bien quien alguna vez ha cargado con un paso, quien deja de tener compañeros para tener hermanos, esa otra familia que mantendrá mientras viva. Esa emoción que no se explica. Ese sentir sobre nuestros hombros, sobre nuestra espalda, el pie, el peso de un Dios Vivo, hoy más vivo que nunca, el Jesús de Hipólito, al que llevamos a prometer la Resurrección a los muertos. A nuestros muertos. A los que hoy se mueren más solos que nunca, a los que lloran más solos que nunca. Luz en este año tan oscuro, Vida en este tiempo de dolor y miedo.

Un Dios vivo que no camina, que avanza por las calles como un navío inmenso, precioso, mientras todos los ojos se elevan y se posan en sus manos abiertas, en la promesa de sus labios, en la mirada al frente. Nuestro Jesús, hermanos.

Los árboles de mi plaza ya esperaban florecidos el retorno del Jesús, este año guiado por la voz de Pablo, con Daniel a su lado, que tan bien conoce la medida, el ritmo, cada esquina, cada palmo de tierra que pisamos. Desde este ordenador en el que escribo escucho las campanas de la Catedral marcando las horas en este tiempo sin horas, tan distinto. Y estáis aquí, conmigo, en el abrazo de antes y de después. Sólo juntos podemos hacerlo.

Hoy nuestro Jesús bajará al cementerio, estad seguros. Hoy lo llevaremos con el rezo, desde casa, a todas las casas, a los hospitales, a las residencias, a todos los lugares donde hombres y mujeres luchan por la vida. Lo llevaremos ligero, con el orgullo de saber que también aquí, entre nuestros hermanos, hay enfermeras, policías, guardias civiles, transportistas, profesionales que nos cuidan y nos sostienen. Sois nuestros héroes sin capa. Lo llevaremos con el corazón limpio y las heridas cerradas, porque también las familias se fracturan y se recomponen. Lo llevaremos con nuestro corazón, como hacemos los que ya no podemos cargar cuando os vemos alzarlo sobre nuestras cabezas y echar el paso adelante y querríamos ir ahí, con vosotros, con Él, porque nada hay más bonito que llevar la luz y la vida a una tierra en sombras, enferma, tan desprotegida. La penitencia es contemplaros desde fuera.

Os echaré de menos, hermanos. Las calles nos echarán de menos. Pero esta noche, seguro, la luz de nuestro Jesús iluminará las tumbas del cementerio, a la ciudad que duerme, a todos los que creemos y esperamos. Y el Sábado que viene, antes de la madrugada, lo sentiremos en pie sobre nuestros hombros asomándose a los miradores, proclamando que la vida siempre se impone.

Os quiero.

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