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Pepe, el eterno guardián del Lago

🔴✝️ El pasado 23 de diciembre se nos iba a los 73 años de edad José Antonio Otero Fernández, Pepe del Hotel Don Pepe, empresario hostelero ejemplar que trajo la modernidad a Ribadelago y eterno guardián del Lago de Sanabria.

Creo que empezamos a morirnos cuando comienza a desaparecer el paisaje humano que ha conformado nuestra infancia, nuestros recuerdos, esas cosas que quedan grabadas para siempre y ya sólo viven en nuestra memoria. 

El pasado 23 de diciembre en Ribadelago, su pueblo y el mío (yo no tengo pueblo, fui niña urbanita, pero si lo tuviese sería Ribadelago, en cuyas calles quedan escritas todos los veranos de mi infancia y de mi adolescencia, tantas cosas bonitas), se nos iba José Antonio Otero Fernández, Pepe el del ‘Don Pepe’, el eterno guardián de nuestro Lago de Sanabria.

No creo que exista nadie que haya podido contemplarlo tantas veces, tantos días, tantas horas, como él, desde ese hotel que es el más hermoso, privilegiado y próximo mirador a sus aguas, donde con apenas cruzar la carretera pones el pie en la orilla. 

Hace apenas un par de meses, sentada en su terraza, el arco iris quiso salir a darme la bienvenida al pueblo, sobre las Peñas Negras, más allá de los campos de Seoane, y me sobrevino entonces esa memoria que nos mantiene vivos, esa emoción de sentirte parte de una tierra, de una gente. Allí donde siempre seré «la hija del pintor». Se me amontonaron entonces aquellos mediodías en el chiringuito de la playa, cuando el vermú era eso: ir a ver a Pepe, echar unos futbolines, una coca cola y unas patatas, alguna empanadilla precocinada y aceitunas, mientras los padres se reunían bulliciosos en torno a unos vinos y unas cañas.

De tapa, tortilla o lo que hubiese; eran los tiempos en que en los diarios la Playa Grande, la de Viquiella, aún guardaba huecos en la arena, sin apreturas, el turismo venía de bocadillo y el tapeo variado se reservaba para los fines de semana, que era cuando todo el Lago parecía colapsar, con hileras enteras de autobuses desde la misma playa hasta Ribadelago, donde las campanas llamaban a misa sin cesar. 

Allí, junto a la barra, llegaba mi padre y a veces nos enseñaba cómo evolucionaban sus óleos día a día, cómo iban apareciendo entre pinceladas y manchones las montañas verdes y plomizas, las aguas imposibles y hermosas del Lago, sus cielos limpios. Pepe era prudente y profundo, un tío cabal; observaba y también participaba con ellos en las tertulias de cada mediodía donde sólo se juntaba gente buena: Lola y Julián Gutiérrez, parroquianos diarios con mis padres; y muchas veces Carlos Rodríguez, el bueno de Enrique Crespo, Bernardo Núñez, que conocía la montaña como las líneas de su mano; de cuando en cuando el gran Emilio Prieto, el genial pintor rubicundo de Paramio y Triufé …éramos la familia zamorana de aquella Sanabria mágica y casi desconocida donde aún olía a paja y a mederos, donde aún sorteábamos en las calles las yuntas de bueyes cargados hasta las trancas. Maravillosa Sanabria.

Los niños que éramos entonces no sabíamos, no alcanzábamos a entender que nos movíamos entre héroes, entre supervivientes de una castástrofe que les había arrebatado absolutamente todo apenas diez años antes de que yo viniese al mundo. Que esas gentes, nuestros vecinos, estaban en pie por su extraordinario sentido de la vida, curtidos en la supervivencia junto a la montaña, allá donde se acaba la carretera. Entonces el silencio del pueblo viejo sobrecogía y a veces, muy pocas veces, los mayores hablaban entre dientes. Siendo niños, no sabíamos que vivíamos en la ley del olvido.

Después, con muchísimo trabajo y la extraordinaria mano que tiene Asun en la cocina, Pepe y su familia pusieron en pie su hotel, como un soplo de modernidad para la hostelería de Ribadelago. Ese Hotel Don Pepe de pulcritud en las habitaciones y cocina tradicional en el fuego, donde los habones o el caldo sanabrés y la trucha son religión; un hotel con habitaciones con vistas que nos recibe antes de entrar en el pueblo y es parada obligatoria de cuerpos y almas; allí, junto al Lago, todo sabe mejor, distinto, más rico, más intenso. Allí uno podría alimentarse solo del aire, de la vista que se ofrece al frente. Allí todo es la gloria.

Discreto y honrado, siempre con una sonrisa amable, creo que no recuerdo un solo día a Pepe que no sea trabajando, con el mismo espíritu que supieron inculcarle a sus hijos, siempre al pie del cañón. Su hotel fue incluso algún verano nuestra casa y el vínculo nunca se rompió, porque el corazón y la memoria transforman en templos todos aquellos lugares donde hemos sido felices.

Así ocurre en Sanabria con La Chopera, que conocimos siendo un merendero junto al Tera; en Los Perales, que tantas Victorias han contemplado; en la vieja Choza, donde las aceitunas picaban más que él demonio; en el Bello Lago, donde todo comienza para mí; en la desaparecida Mejicana de Trefacio, que hacía los huevos fritos más ricos del mundo.

Y así ocurre en Ribadelago, con esa iglesia en lo alto en cuyas peñas veíamos el cine de verano; con la sidrería de Quique, donde tanta alegría hemos descorchado; los cafés en el César, en Manuela o el bar de Miguel; en el pub de Maxi (ay, Luis!) que fue toda una revolución cuando abrió sus puertas y nos lanzábamos por toda Sanabria a pegar carteles, con las partidas de mus en los soportales o las queimadas a pie de agua en Rocas Negras. 

El Don Pepe se convirtió desde entonces en el símbolo de que he regresado a casa, los brazos abiertos de la tierra. Mi patria pequeña, mi Sanabria comienza dejando atrás el Bello Lago, el camping Los Robles y Bouzas, la playa, voltear el chalet del ingeniero Cabestany… y es ahí, cuando aparecen el Pepe con sus banderas, los verdes prados y las casitas blancas del nuevo Ribadelago al fondo, cuando sé que la vida me devuelve a mi paisaje, a mi casa y a mi gente. Al silencio de las noches y el cántico de los grillos, a las marcas de pintura del caballete de mi padre que aún hay por el pueblo viejo, a las tardes despreocupadas en Naval del Pozo, nuestra poza, a la carne tierna de la carnicería de Rosario, a Paca haciendo punto junto a sus espectaculares hortensias… todo, todos regresan, nunca se van.

Con Pepe, que tan pronto se nos ha marchado, se va mucho más que un símbolo hostelero de Sanabria, un trabajador impecable e incansable y un empresario que trajo la modernidad al pueblo. Con la partida de Pepe sobreviene también esa pequeña muerte de la infancia, el rastro de las patatas y la Coca-Cola, el estruendo de los futbolines, la maravillosa paz de los atardeceres sentados en las escaleras de la playa frente a la Cárdena y la Segundera, el sonido de la lluvia en su terraza junto a las aguas. El último arco iris.

Que nuestra querida tierra sanabresa te sea leve, Pepe, que tan buen embajador has sido de Sanabria y su gente buena y trabajadora. No dejes de vigilar, de cuidar nuestro Lago ahí arriba.

Todo nuestro amor para los tuyos.

Quién lo ha escrito:

4 comentarios en «Pepe, el eterno guardián del Lago»

  • Muy bonitas estas líneas escritas de Pepe, familia y gente de Ribadelago. Este maravillos@ pueblo, lago, lugar, gente…, no hay calificativos suficientes para transmitile a la gente. Sólo puedo decir que Ribadelago no sólo se lleva en el corazón, se lleva y siente en la sangre.

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  • Que en Paz descanse…..muchos veranos pasándolo en su querido hotel Don Pepe……se le echará de menos el verle desde el mirador de su cafeteria cómo contemplaba el Lago de Sanabria…..gracias por todo!….y a su familia.

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