Ana PedreroOpinión

Devolvednos la vida

No hace falta toque de queda, ni Estado de Alarma. Una ciudad con las puertas de su hostelería cerradas, con sus terrazas clausuradas, con sus barras inoperantes es una ciudad muerta.

Una ciudad sin hostelería es una ciudad sin el olor del café y la tostada de la mañana, sin la primera sonrisa, sin la tapa de tortilla reciente o los montaditos de media mañana.

Una ciudad sin hostelería es una ciudad con su Plaza Mayor vacía, su cervecería con la grapa echada, allá donde vecinos y guiris se ponen a aprovechar el sol del mediodía; es una ciudad donde sólo silba el viento en la Plaza de San Miguel, sin su conglomerado de mesas y sillas, el Zamora, el Bernardo, el Ágape, el Meneses, el Marlén y El Colmado, y un poco más allá Los Abuelos. Lo tradicional y lo vanguardista, la tapa y el menú, el callejón donde siempre corre el airecillo, junto al majestuoso románico de San Juan.

Y un silencio que sobrecoge, que casi duele en la calle del bullicio, en la calle de la alegría, en Los Herreros, donde los carteles de los bares ocupan todo el espacio, puerta con puerta, con la tapa y el chato de siempre, el chorizo a la brasa, o las exquisiteces de Rubén en Lasal y Abel en su Wine Bistro, con el morro rebozado y los eternos calamares del Quinti y la terraza de La Rosa y la savia nueva que Ángel Barbé le ha metido a su Moly, los cuadrados del Bayadoliz o la saga hostelera de Los Abuelos pasando por la plancha los mejores productos de la tierra.

Es una ciudad muda, sin palabras, en las terrazas de La Mafia y Al Siguiente con el parque infantil que llena de vida y de sueños cada día; una ciudad sin el rumor de la Plaza del Fresco, donde tantas confidencias, brindis y tratos se sellan en el Jalisco o en el Manolita, donde tanta hambre de media tarde se mata en la bocatería.

Una ciudad sin hostelería es una ciudad con su casco antiguo muerto, sin la luminosa terraza del Aureto y sus desayunos con las croquetas recién hechas, sin la paz de la terraza del Parador, sin el paraíso de sabores del Cuzeo, con el silencio del Parque de San Martín o ese vacío que hiela la sangre en el Universal y el Medieval, puerta con puerta, cuando se ponen a rebosar con la liga y cantan los goles de extremo a extremo de la ciudad.

Es una ciudad que se ha detenido en la Plaza de Santa Eulalia sin la plancha humeante de Juanjo y Alba, sin la terraza del Capitol o la historia del Chimeno, sin la esperanza recién inaugurada del antiguo Cuadros o el titánico esfuerzo de Sergio y Jenni en el Mise en Place.

Y se ha detenido el tiempo en la calle Diego de Ordax, donde El Chillón ha apagado sus voces y sus gigantes tortillas con salsa, la alegría de las tapas herencia de Julia. Y no son iguales los días sin los buenos días de Lucía junto a los Juzgados; sin el Habana y La Baraka, parada obligatoria por San Torcuato, sin los toritos de Charo en PataNegra y la cocina italiana del Stop o el Pinoccio; y sin la alegría del Fas y el Arándanos, que pueblan de vida el antiguo jardinillo mientras los niños juegan como jugábamos quienes éramos niños hace cincuenta años.

Y así Santa Clara Arriba, con los paquitos del Ajo y Perejil o con ese Arial capilla obligatoria camino del mercado para la pulguita de chichas o la bajada de las escaleras del Chaston, o el laberinto glorioso de la calle de los vinos, de los dos que sí y uno que no, y las bravas y los mejillones picantes, el Sevilla, el Abuelo, y los callos del Tupinamba y las pizzas del Bacco. Y más allá, tirando a La Marina, el eterno Benito y el Sancho, y el Michelos de largas tertulias, y los sueños recién inaugurados en el Nuevo Café Marfil.

Cómo duele tanto vacío, tanto silencio, tanta silla apilada, tanta desesperación e incertidumbre, con Las Tres Cruces vacías como una mañana de Viernes Santo sin procesión, sin el Mazarinos, La Galerna y el Comodín o los antojos del Antojo, la tapa casta y sabia de La Vinacoteca, la magia del Portillo y la innovación de La Gorda y La Flaca, que tanta vida han regalado en los mediodías distraídos y las noches tontas del invierno.

Y nuestros barrios sin puntos de encuentro de café y de partida, de calentarse el cuerpo y el alma, de hacer vecindad y amistades para toda la vida, el calor del amor en un bar, que es el calor del amor, a secas. La cadena de centenares, de miles de gentes que cada día se ponen en marcha para que llegue la cerveza o el vino a la mesa, la carne y el pan.

Y así las orillas del Duero, con Los Pelambres llenos de nadie donde va asentándose la hojarasca, con la canción del agua detenida en Las Aceñas, que mueren con el verano, que son hoy soledad, silencio. Y enfrente los miércoles sin cocido del Oviedo, los sabios peroles del Libertén

Y los más pequeños barrios, los «mejillonos» de La Cabaña en San José Obrero, las tapas que son gloria bendita de Maica y Mari en El Manantial, en Pinilla, y todas las pequeñas tascas que son ya memoria e historia de una ciudad, Zamora, la mía.

No necesitamos toque de queda ni Estado de Alarma. Cerrar la hostelería es cerrar la vida, amordazar la alegría, negarle el futuro a una ciudad que crece poco a poco gracias al esfuerzo de todo este conglomerado de gente.

Mi abuela Carmen era una de ellos, cincuenta años junto a los fogones. Cincuenta años de servicio, de mesa y mantel, de hacer de un establecimiento la casa de todos y de coser con los hilos de la calle los lazos de familia para siempre.

Y yo, que soy periodista, soy parte de vosotros, y me duelo con vosotros y me encabrono con vosotros. Por la mala gestión, por la falta de sensibilidad, por la nefasta decisión de cerrar a plomo las puertas de la vida. Como vosotros, soy una ciudad muerta, condenada al silencio, atada de pies y manos.

Volved pronto. Regresadnos a la vida.

Quién lo ha escrito:

Un comentario en «Devolvednos la vida»

  • Inmejorable y lleno de afecto. Te brotan las palabras como si fuera tuyo y de tu familia. Zamora la que tanto duele en estas ocasiones tan duras. Enhorabuena. Bss

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